"Tener hijos es un acto de profunda irresponsabilidad" me dijo una buena amiga cuando le mostré mi íntima mezcla de felicidad y terror al saberme embarazada de mi primera hija.
No le faltaba razón, siendo como somos, de las personas que que no nos perdonamos un daño evitable o de las que hasta hace dos días, aspirábamos a controlar el futuro.
Hay tantos tipos de padres como hijos en el mundo. No solo porque igual que uno no se baña dos veces en el mismo río, no somos los mismos padres con cada uno de nuestros hijos, sino porque además, somos hijos de nuestros padres. Nuestra relación con ellos, los recuerdos felices y desgraciados son, para bien o para mal, nuestra referencia.
En los últimos meses, no sé si por búsqueda propia o casualidad, me he topado con conversaciones y artículos interesantes sobre la paternidad, la educación de los hijos y los motivos que llevan a decidirse a dar el paso.
Motivos económicos y racionales unos, puramente emotivos otros, y también los hay como ... "descuidaos". A fin de cuentas es bastante natural que no examinemos demasiado por qué hacemos aquello que podemos hacer sin necesidad de ningún requisito excepcional. Los humanos tenemos hijos. Es parte de esa rutina de la vida que uno no se cuestiona necesariamente.
Pue sí, si uno lo piensa detenidamente, tener hijos es firmar un contrato cuyo cumplimiento nadie puede garantizar a priori. Hace falta ciertas dosis de locura e irresponsabilidad para decirle a alguien: te protegeré siempre.
Pactar sin saber las condiciones. Regalar tu tiempo, tu descanso, tus posibles logros laborales, tu ocio. Saber que aunque el dinero nunca fuera determinante en tu vida, empezará a serlo, porque ya hay alguien a quien no va a faltarle nada fundamental si está en tu mano evitarlo.
Y por si esas condiciones fueran poco leoninas, encima son cambiantes. A medida que crezcan, habrás de hacerlo con ellos e ir adaptando tu estrategia: desde el principio, cuando los gestos lo son todo, pasando por la aceptación de tu opinión sin reservas, hasta llegar al momento en que tan solo suspiras porque te otorguen el beneficio de la duda.
Hoy he leído este artículo y me ha llamado la atención lo siguiente:
"Quisiera tener algún conocimiento de pedagogía...el suficiente para determinar a qué edad se da el paso de la obediencia mecánica a la racional"
Yo también me lo he preguntado. Es ese proceso brumoso en el que ya solo puedes confiar en que el amor y los hechos probados respondan por ti, y el respeto ganado a pulso supere el juicio. Si llegados a ese punto tus haberes no son suficiente, no hay nada que hacer: has perdido.
Pierdes, tu derrota será dolorosa y no hay nada que puedas hacer para evitarlo. Lo más j*dido de todo, lo que no pone en ningún contrato, es que ni siquiera podrás dejar de quererlos.
Recuerdo cuando me casé y me preguntaron aquello del amor para siempre. Era algo que me agobiaba mucho. Era mi intención, pero me parecía tan absurdo prometer algo que no estaba en mi mano cumplir, que cuando me interpelaron, introduje mentalmente un "intentarlo" en la frase.
Pues quizás sea la confesión de esa vulnerabilidad la que nos haga fuertes cuando llegue el momento de la obediencia racional, cuando para ellos sea relativamente sencillo olvidarte, ningunearte o escuchar con condescendencia tus argumentos. Tal vez entonces, es el momento de decirles que, sin embargo, tú no dejarás de quererlos.
Aunque quieras hacerlo no está en tu mano. Así son las cosas.
Es un contrato leonino al que no puedes renunciar aunque la otra parte lo haya hecho.
Y aún así lo firmamos, porque nada hay tan grande y hermoso en la vida, como asumir la responsabilidad de acompañar a un ser humano.
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