Cuando salí de la conferencia de David Roberts sobre Innovación Disruptiva me sentía vivamente inspirado, decidido a que a partir del día siguiente iba a aceptar el reto que nos lanzaba, a dedicarme a buscar ideas realmente novedosas que pudieran tocar la vida de millones de personas. No me sorprendía demasiado, ese era el objetivo de Roberts y es un magnífico comunicador. El problema es que en estos casos, naturalmente empiezo a pensar que me han vendido una bonita moto, y una vez pasa un poco el ímpetu inicial empiezo a pensar, analizar, criticar y en general, buscar donde está el gato encerrado. Resulta que el gato no era tan difícil de encontrar, pero de eso hablaremos más tarde.
La primera parte de la conferencia fue la más expositiva, donde intentaba hacernos entender qué es la innovación disruptiva. Y lo hizo a través del ejemplo de varias industrias de alcance global, que a través de diversas innovaciones se fueron dejando obsoletas la una a la otra. Empezamos por el comercio global de especias en el siglo XV, un negocio tan rentable y lucrativo que mantenía tanto caravanas que recorrían toda Asia como flotas navales enteras. Tanto, que justificó que Colón se hiciera a la mar para intentar descubrir una ruta nueva. Las especias eran muy demandadas porque se pensaba que permitían conservar la comida. Sin embargo, esa demanda desapareció cuando un americano (de cuyo nombre, pese a los esfuerzos de Roberts, sigo sin acordarme) se dio cuenta de que podía almacenar y exportar el hielo acumulado durante el invierno, sustituyendo así un imperio global por otro. Esta nueva industria desapareció cuando se inventaron los primeros generadores industriales de hielo, y éstos cuando se inventó el frigorífico doméstico. En todos esos casos, el destino de decenas de miles de empleos varió en un corto periodo de tiempo por causa de una idea, ya que ninguna de esas industrias vio venir el cambio ni se adaptó a él.
El mensaje central era que tampoco se trataba de ideas tan extraordinarias o complejas, ni hizo falta un genio para que se le ocurrieran. Las ideas sencillas pueden tener un impacto dramático. Lo complicado es que a priori ese impacto puede no ser evidente en absoluto. Las especias y el hielo no tenían nada que ver entre sí, pero uno acabó con los beneficios del comercio de las otras al satisfacer la misma necesidad desde un ángulo totalmente distinto.
A partir de ahí Roberts se puso el sombrero de futurista, hablando del crecimiento exponencial y de algunos campos en los que nuevos avances tecnológicos pueden cambiar la vida de la gente a escala global. Y en esta parte, más especulativa, es donde después mi sentido crítico encontró las mayores dudas. En primer lugar por el propio concepto de crecimiento exponencial y la confianza (o la preocupación, desde Malthus) que se deposita en él. Que algo crezca de esa forma no quiere decir que vaya a seguir haciéndolo indefinidamente, sin chocar en ningún momento con algún otro factor limitante. De hecho, las mismas industrias que Roberts mencionó en la primera parte crecieron exponencialmente hasta que decayeron al ser reemplazadas por otra totalmente distinta. El progreso se consiguió no por mero crecimiento, sino por adoptar un nuevo camino divergente del anterior.
El segundo punto que me preocupaba era el tono optimista y aparentemente algo naive al considerar, o al menos presentar, a todo avance tecnológico como absolutamente positivo. Una de las posibilidades que más parecía emocionar a Roberts era la biotecnología y la genética, haciendo la comparación entre los genes y el software: algo que de repente era fácilmente editable, abriendo multitud de vías, desde la clonación a la modificación e incluso mejora del ADN mediante retrovirus. Mientras que es cierto que las posibilidades son asombrosas, los riesgos también lo son. No es que yo sea sospechoso de neoludismo precisamente, pero cuando me cuentan sólo las ventajas de algo, mi parte más cínica no puede evitar sospechar un poco. A la vez que Roberts hablaba de la curación de enfermedades y de una virtual inmortalidad humana, una parte de mi pensaba en las nuevas armas biológicas que alguien podría hacer con las mismas herramientas. Por no mencionar ejemplos curiosos, pero un tanto perturbadores, como el gato encerrado del que hablábamos antes. Al fin y al cabo, no era tan difícil de encontrar porque, al haberle injertado genes de una medusa, brillaba en la oscuridad.
En ese momento, Roberts se lanzó sin tapujos a un discurso motivador propio del mejor coach porque, según él, el factor que más se interpone en el camino del cambio es el miedo y la falta de confianza en poder sacar algo nuevo adelante. Tras un largo ejemplo presentando los casos de algunas de las personas que han subido al Everest, aquí hizo un pequeño inciso, casi de pasada, al efecto de castigo al fracaso que la legislación sobre quiebras tiene en España comparado, por ejemplo, con Estados Unidos. La máxima de los emprendedores repetida a menudo, de “cae siete veces, levántate ocho”, en nuestro país puede ser singularmente difícil de llevar a cabo.
A pesar de ello, David Roberts nos anima a intentarlo, porque realmente lo necesitamos. Es un evangelista de una causa, y como dije al principio, lo hace realmente bien. El famoso cambio de modelo productivo que políticos de todos los colores predican campaña tras campaña electoral no es recuperar sectores que ahora están de capa caída. Es crear, de la nada si es precio, sectores e industrias en los que nadie haya ni siquiera pensado todavía, que satisfagan necesidades humanas y que a través de ello generen empleo y prosperidad. Si para lanzarnos a ello necesitamos un poco de “vende-motismo”, bienvenido sea. Diga lo que diga mi parte cínica.
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