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Citado en el libro "De qué hablo cuando hablo de correr" H. Murakami

lunes, 15 de septiembre de 2014

Meriendas

Dicen los expertos que deberíamos merendar toda la vida, que no es cosa de niños, que a los adultos nos conviene mantener este hábito de la infancia.
Yo meriendo, y es probable que sea la única comida que respete religiosamente.

En mi memoria, la merienda tiene un poder evocador tremendo, me traslada, cómo no, a la infancia, cuando llegaba a casa del colegio. Y eso era muy tarde.
Llegaba muerta de hambre porque mi parada era casi la última de la ruta, y era muy mala "comedora". No recuerdo nada que me gustara del menú escolar salvo el pan y la fruta. Así que, cuando bajaba con mis hermanas del autocar, corríamos a la tienda del "Señor Abad".



Para llegar al portal de casa, había que cruzar el soportal que comunicaba las dos plazas, un oscuro túnel donde acechaba el peligro pasadas las cinco y media, o eso nos parecía a nosotras. Era un trayecto que nos asustaba, y con esa intimidad respetuosa de los barrios de la niñez, el dueño del ultramarinos nos hacía pasar a través de su tienda que tenía acceso por ambos lados. Así, las niñas, llegábamos a salvo a casa.
El "señor Abad" era como el padrino de la película "La gran familia". Nos quería y conocía desde que habíamos nacido y nos ofrecía refugio cuando, por ejemplo, te perseguían los mayores para meterte un saltamontes vivo por la espalda. Entonces se asomaba a la puerta con su mandil blanco atado a la cintura, y contigo agarrada a la pierna, agitaba el puño amenazando a los abusones que se metían con chiquillas. También nos regalaba chocolatinas de nestlé cuando llegaba primero de mes y los vecinos abonaban la cuentas pendientes.
Tanto cariño y conocimiento tenía sus desventajas, como cuando le decías que te diera un donut y lo apuntara, que lo había dicho tu madre.
No colaba.
El "Señor Abad" sabía la hora a la que pasaba el autocar y, unos minutos antes, colocaba tres patatas junto a la resistencia de la pequeña estufa eléctrica que tenía tras el mostrador. Nosotras llegábamos, saludábamos a los clientes y él, sin detenernos, nos entregaba una patata asada con sal a cada una, envuelta en un pequeño trozo de papel albal.
Salíamos por la trastienda y en un periquete llegábamos al portal de casa. Era un momento maravilloso: la primera cosa desde el desayuno, que me comía con verdadero placer.

Pero la que de verdad me hizo merendar para siempre, fue mi abuela.

Era un ser excepcional. Cuando empecé a estudiar la carrera  ya éramos pocos en casa, y ella y yo pasábamos muchas tardes juntas.
Ella, con su tele, sus cabezaditas con el codo apoyado en la mesa o liando calcetines (niña, sepárame los azules y los negros que yo no los veo) y el eterno rosario pasillo arriba, pasillo abajo.
Yo, encerrada hora tras hora en el cuarto, tras la mesa de dibujo, con los pies apoyados en un taburete porque me colgaban desde la silla (niña, eso te tiene que gustar una barbaridad porque !ozú que no echas horas!). Su murmullo y la sombra que pasaba de manera regular tras el cristal de la puerta, marcaban el paso de la tarde (niña, si nací en el cuatro, ¿cuántos años tengo?).

En un determinado momento, el paso se hacía más lento, el sonido del rosario se detenía, se abría la puerta y asomaba la cabeza diciendo: niña, ¿no me pondrías tú un descafeinado y unas galletas?
Eran las siete en punto.
Cada día a la misma hora, preparaba para ella la merienda. En un plato, ocho galletas maría, que contaba desconfiada (era diabética y sus galletas eran una licencia que defendía a capa y espada) y un descafeinado con leche hirviendo y dos de sacarina.
Me sentaba con ella un rato mientras bebía mi café con leche fría (niña, ¿tú no comes galletas?). Al terminar, ella volvía a su rosario y yo a mis dibujos.

Veinte años después sigo sintiendo la necesidad de un café con leche a eso de las siete. Mi abuela hace mucho que se fue, yo sigo merendando, de alguna forma, con ella.

2 comentarios:

  1. Que bonito Elena, evoca calidez y cariño... me ha encantado leerte. Besos desde Perú, rubia.

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  2. Ay! qué alegría leerte!
    Se te echa de menos en la madre patria, a ti y a tus preciosidades. Ojalá pronto podamos merendar juntas.
    Cuídate preciosa, cuídate mucho!!!!

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