Autor invitado: @Demostenes_av
El pasado lunes
Podemos envió al PSOE sus propuestas para “negociar” (ejem) un posible acuerdo de investidura. Varias
de ellas han recibido numerosas críticas, pero hay una que merece especial
atención. Un párrafo aparentemente inocente, pero que sirve para ver lo rápido
que se puede desmoronar todo. Es este que reproduzco a continuación:
Dentro de los
puestos a los que se refiere están los directores de diversos organismos
presuntamente independientes, pero especialmente significativa la inclusión de
los magistrados del Tribunal Constitucional y los miembros del Consejo General
del Poder Judicial.
Esperar que los
jueces (o las personas de las que éstos dependen) se comprometan con un
proyecto político, el que sea, es una absoluta barbaridad.
De hecho, Podemos ha tenido que rectificar el primer párrafo marcado en rojo,
aunque sigue
manteniendo el segundo (Editado: No se si es un error en la noticia de El Español o una segunda corrección, pero el documento en la web de Podemos ahora -19/02/16 12:15- ha eliminado ambas referencias).
Al parecer, fuentes de Podemos lo atribuyen a una mala redacción o un lapsus, y se muestran comprometidos con la despolitización de la justicia. Para mí, este tipo de lapsus debería encender todas las alarmas de que no entienden en realidad por qué la independencia judicial es necesaria más allá de ser un eslogan que suena bien.
Al parecer, fuentes de Podemos lo atribuyen a una mala redacción o un lapsus, y se muestran comprometidos con la despolitización de la justicia. Para mí, este tipo de lapsus debería encender todas las alarmas de que no entienden en realidad por qué la independencia judicial es necesaria más allá de ser un eslogan que suena bien.
Hay que mencionar
que la independencia judicial ya está muy en entredicho actualmente, a lo que
han contribuido tanto gobiernos del PSOE como del PP. Por ello es tan necesario
revertir esa situación, y no cavar un agujero aún más hondo. A pesar de todo aun
había personas que aun defendían esto como algo completamente normal y
deseable.
Parece que es necesario, que volvamos a lo básico, básico, al ABC de
la democracia:
1. La democracia no es una
navaja suiza que sirva para todo.
Si
el valor de Pi (3.141592…) nos parece incómodo, podemos
votar que en realidad valga 3.2, pero eso no va a hacer que los cálculos
con ese valor funcionen.
Las votaciones pueden funcionar muy bien por ejemplo para decidir si se quiere hacer un puente o no. Sin embargo, creo que es bastante de sentido común que para diseñarlo escuchemos la opinión de un ingeniero de caminos, y no el voto mayoritario de quien pase por ahí. Al menos si queremos que no se caiga. Por lo mismo cuando estamos enfermos le preguntamos a un médico, y no salimos a la calle a hacer una encuesta. Hay cuestiones en las que la democracia es la mejor opción, y otras cuestiones técnicas en las que es mejor delegar en expertos.
Las votaciones pueden funcionar muy bien por ejemplo para decidir si se quiere hacer un puente o no. Sin embargo, creo que es bastante de sentido común que para diseñarlo escuchemos la opinión de un ingeniero de caminos, y no el voto mayoritario de quien pase por ahí. Al menos si queremos que no se caiga. Por lo mismo cuando estamos enfermos le preguntamos a un médico, y no salimos a la calle a hacer una encuesta. Hay cuestiones en las que la democracia es la mejor opción, y otras cuestiones técnicas en las que es mejor delegar en expertos.
2. La democracia no es un
sistema perfecto.
O
en palabras de Winston Churchill, es “el
peor de los sistemas de gobierno, con excepción de todos los demás”. La
democracia puede no funcionar, ser manipulada o cometer excesos. Ya
Aristóteles, al clasificar las formas de gobierno, hablaba de la oclocracia como la forma
degenerada de la virtuosa democracia. No es que estemos descubriendo América,
precisamente.
Que
algo sea elegido democráticamente en una votación sólo indica que es la opción
preferida por los votantes. Que, con sus limitaciones, no es poco. Sin embargo, esa preferencia no lo
hace necesariamente verdadero, correcto o justo.
3. La democracia requiere límites.
La
forma de evitar esa degeneración de la democracia es precisamente autoimponiéndose
límites. Por ejemplo, hay decisiones sujetas al voto de la mayoría, y otras que
no. De lo contrario, el 51% de los votantes podría tomar decisiones totalmente
injustas sobre el otro 49%, lo que se conoce como dictadura de la mayoría.
Una democracia como Dios manda sólo puede funcionar si se aceptan unas reglas básicas que nadie se puede saltar. Ni un ciudadano, ni el gobierno, ni la voluntad de la mayoría. Nadie. Simplemente, no se puede votar saltarse la ley. En eso consiste el estado de derecho, que supone una restricción de la democracia, pero también la protege de sus propios excesos. Las leyes, al ser autoimpuestas, pueden cambiarse, pero siguiendo un procedimiento ordenado y en ocasiones requiriendo consensos amplios, más cuanto más básica sea la regla a modificar y más pueda afectar a los derechos de las minorías.
Una democracia como Dios manda sólo puede funcionar si se aceptan unas reglas básicas que nadie se puede saltar. Ni un ciudadano, ni el gobierno, ni la voluntad de la mayoría. Nadie. Simplemente, no se puede votar saltarse la ley. En eso consiste el estado de derecho, que supone una restricción de la democracia, pero también la protege de sus propios excesos. Las leyes, al ser autoimpuestas, pueden cambiarse, pero siguiendo un procedimiento ordenado y en ocasiones requiriendo consensos amplios, más cuanto más básica sea la regla a modificar y más pueda afectar a los derechos de las minorías.
4. La democracia necesita separación
de poderes
La
verdadera gracia de la democracia como forma de gobierno es evitar que unas pocas personas acumulen
todo el poder, lo que podría tentarlas de usar las leyes en su propio beneficio
y no en el de los demás.
En
una democracia representativa el gobierno y el parlamento recae en un grupo
reducido, pero al depender del voto del electorado para mantenerlo, su poder
queda limitado cada cuatro años. El problema es que unas elecciones se pueden
ganar convenciendo a los votantes de ser los mejores para ello, pero también
mediante la amenaza, el soborno y la coacción. Hace falta dividir aún más el
poder para proteger al ciudadano de los posibles abusos del Estado y su
gobierno.
De
nuevo, esto no es algo reciente: Los padres de las primeras democracias
liberales en Francia y en Estados Unidos se preocuparon bastante de estos temas.
De ahí viene el principio de la separación de poderes, que Montesquieu dividía
entre ejecutivo, legislativo y judicial. En sistemas parlamentarios (y más aún en
una hipotética democracia directa) los poderes ejecutivo y legislativo están
casi fusionados, pero resulta básico que el poder judicial sea independiente. Éste
es el garante último de que el ejecutivo no se vuelva contra los ciudadanos a
los que gobierna, o que el legislativo haga leyes que incumplan otras reglas
aún más básicas.
La justicia no debe
mezclarse con la política. Nunca. Punto. Posiblemente ese sea un ideal
imposible de alcanzar, pero hay que intentar minimizarlo todo lo posible. Cuando
las decisiones judiciales empiezan a estar condicionadas no por las leyes sino
por otras consideraciones, o simplemente se sospecha, pasan cosas malas. Algunos,
con razón, empiezan a desconfiar. El estado de derecho se rompe. Rápidamente se
aprende que para progresar es mejor estar del lado del gobierno que en contra. Si
en ocasiones ya nos parece que la justicia es tibia con los casos de
corrupción, o que se utiliza de forma partidista, dejo a la imaginación del
lector lo que pasaría si en vez de mantener al menos una mínima independencia a
los jueces se les pidiese hacer lo mejor “por el bien del Gobierno del Cambio”,
como si los fines justificaran los medios.
Si eso no se previene, si la justicia no se mantiene aislada de proyectos políticos, se puede entrar en una espiral sumamente
peligrosa. A veces la consecuencia última es un sistema democrático en la forma y totalitario en el
fondo. Ejemplos de ello no faltan.
Igual de nefasto
supone invocar un pretendido “control democrático” sobre el poder judicial. No
es más que la misma politización con distinto traje. Como hemos dicho antes,
nadie está por encima de la ley, ni siquiera el conjunto de la ciudadanía. Igual
que la democracia no sirve para diagnosticar una enfermedad ni diseñar un
puente, tampoco sirve para decidir qué se ajusta a la ley o no. La legitimidad
del gobierno procede de los ciudadanos que les votaron, pero la de los jueces
proviene de ajustarse al espíritu y la letra de la ley vigente, y no por sus
propias preferencias.
Hace pocos días
falleció uno de los magistrados del Tribunal Supremo de Estados Unidos, Antonin
Scalia. De ideas marcadamente conservadoras, llegó a declarar públicamente que
“si por él fuera, metería en la cárcel a
los barbudos desaliñados en sandalias que van por ahí quemando la bandera”.
Y sin embargo votó a favor en la sentencia que concluyó que quemar la bandera
era un hecho protegido por la libertad de expresión y no podía ser delito. No
por sus convicciones personales o lo que él creyera justo o injusto, sino
porque era lo que la Constitución americana decía. Porque él no estaba para
hacer política, sino para hacer cumplir la ley.
Por eso la
propuesta de Podemos resulta sorprendente por un lado, y previsible por otro.
Es sorprendente porque en alguna ocasión el propio Iglesias se
ha quejado amargamente de la politización de la justicia, cuando una
sentencia iba en contra de sus intereses y en favor de los del gobierno del PP.
Y sin embargo, ahora parece querer hacer uso o incluso aumentar el control sobre el poder judicial, no sólo
por el método de nombramiento propuesto (al parecer, directamente por el
gobierno, y no por el Parlamento) (EDITADO: Al parecer esto también ha sido corregido) sino por la esperada adhesión a unos ciertos
principios políticos que no tienen cabida en la administración imparcial de
justicia.
Por desgracia,
también resulta esperable. Iglesias es doctor en Ciencias Políticas. No sé si
ha leído realmente a Kant o no, pero seguro que al menos ha oído hablar de las
ideas de Rousseau, Montesquieu, Hamilton, Jefferson, y decenas de otros
filósofos y pensadores. Nada de lo que he escrito aquí le descubriría nada
nuevo. Y sin embargo, su discurso se centra de forma consistente en el gobierno
de La Gente™ y el valor supremo de la voluntad mayoritaria. Cualquier cosa está
justificada si es “democrática”. Como muestra, un botón, extraído de la página
23 del mismo documento de propuestas:
Es decir, que da
igual el procedimiento que aparezca en la propia Constitución para cambiarla.
Da igual que para modificaciones en la más básica de nuestras normas se
requiera un consenso amplio, que en estos momentos pasa por incluir al Partido
Popular. Para Podemos, no resulta necesario ceder, comprometerse e intentar
acordar un cambio que sea aceptable para casi todos. Su discurso político es
uno de máximos, en el que la voluntad popular todo lo puede, en el que unos
artículos de la Constitución se pueden retorcer y utilizar en contra de otros.
Aunque haya que pasar por encima de leyes y del 49% de la población.
Sin embargo, eso no
es cierto, porque sin restricciones, si se reduce a la regla de la mayoría, la
democracia deja de ser tal y se convierte en totalitarismo y oclocracia. Cuando
el estado de derecho dificulta tus objetivos, tomar atajos parece más fácil,
más tentador, pero sólo conduce al reverso más oscuro de la democracia que
dices defender. Ha llovido mucho desde Aristóteles, pero parece que seguimos
tropezando en las mismas piedras.
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