Nunca imaginé que me postraría ante la librería de "autoayuda". De rodillas entre el coaching y la felicidad interior, buscaba un libro sobre meditación. Estaban en el nivel más bajo de la estantería, a ras de suelo y no podía evitar pensar que aquello era algo simbólico.
Había leído por ahí que el hábito de meditar mejoraba sustancialmente la capacidad de concentración y la memoria entre las muchas virtudes que se le atribuyen.
No es que me vea capaz de meditar de manera seria y continuada, pero bueno, tampoco me veía capaz de desear salir a correr (yo, que en el instituto me escondía tras la primera vuelta al circuito y salía cuando consideraba que estaba a punto de finalizar el tiempo estimado por el profesor) y me he visto, así que apliquemos el principio de que mis convicciones más apasionadas son fundamentalmente provisionales en tanto que la realidad me demuestre otra cosa.
Cuando entré buscaba 4 libros. Salí solo con dos. Y mi bolsa no era mía, o al menos no me lo parecía. Vas a comprar "La educación de Henry Adams" y te marchas con un best seller de meditación y otro de conversaciones entre un rabino y un cristiano de pro. Cierto es, que el segundo lo compré pensando en regalarlo a otra persona, pero no lo es menos que según lo hojeaba, decidí leerlo yo primero.
Con el espíritu aturdido por mi propio desconocimiento, pensando si el contenido de mi bolsa quería decirme algo, entré en el túnel del metro, de esa manera en la que se entra tantas veces, la mente distraída recorriendo el camino familiar. Y mi extraña yo, terminó por sorprenderme de nuevo. Unos acordes de guitarra sonaban, aún no sabía dónde, pero sonaban bien, y hacia allá fueron mis pies. Era el Ojalá de S. Rodríguez.
No me gusta Silvio Rodríguez, como no me gustaba correr y como nunca pensé que me pararía ante la librería maldita y "vergonzante". Pero Ojalá, estaba clavada en mi cerebro desde que la escuché en los cassettes de mis hermanas mayores. Una y otra vez la ponían, y la verdad que adoraba aquel estribillo que me transportaba a mucho tiempo atrás, cuando observaba fascinada a mis hermanas maquillarse y hacerse "la toga" para disfrutar de una melena lacia antes de salir los viernes.
Me acerqué al músico, deposité mi moneda y me retiré a un rincón discreto en la curva del túnel a escucharlo sin ser vista, mientras canturreaba bajito esperando la llegada de la luz cegadora y el disparo de nieve.
Supongo que debía resultar algo peculiar mi estampa en esos momentos, porque entre el río de personas que pasaban a mi lado, un grupo de adolescentes con edad de haber dejado ya de serlo, se alteró y cuchicheó.
No me inmuté, la luz cegadora estaba muy cerca, una mirada de reojo y vi que se volvían y me miraban descaradamente. Me giré, les saqué la lengua, y dije: BUUU!
Nunca sabré su reacción, porque el estribillo había comenzado y la mueca no llegó a salir de mi imaginación.
Me dijo mi padre que las cosas hay que hacerlas en su momento, porque de lo contrario se suelen hacer tarde y mal. Mientras entraba en el vagón pensaba en mi adolescencia obediente. Tarde y mal o lo que es peor, papá: nunca.
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