Una vez un profesor me dijo que
las características de mi (extensa) familia me habían permitido convivir, desde
que nací, con situaciones a las que la mayoría de la gente se enfrenta cuando
accede al mercado laboral. Fue su manera de no responderme a una pregunta.
Yo no lo entendí, es más, su no-respuesta
me hizo sentir incómoda, eso de haber nacido en una "microsociedad", dicho por un
sociólogo con un cierto brillo en los ojos, no me pareció algo deseable
precisamente.
La familia de cada uno y sus
circunstancias son la normalidad por excelencia, y no es hasta que convives
con otros, que aprecias tus rarezas. O las suyas. Al final todos somos bastante
raros.
Y el caso es que la cosa
cuantitativa, tenía su “aquél”. Hoy he leído un post sobre recortes en I+D y científicos
valiosos que desperdiciamos después de haber dedicado muchos recursos a formar,
y me he acordado de la anécdota.
Y creo que tenía cierta razón
aquel sociólogo que nada sabía de mi, a excepción de algunos datos biográficos
de rutina: propiedad privada y cosa pública.
En mi “microsociedad”, viéndola
ahora desde la distancia, practicábamos varias formas de organización
económica.
Dada la limitación de recursos y
espacio, las propiedades privadas eran escasas pero sagradas. Era el capitalismo
más saludable. Valía, por ejemplo, pintar una calavera en el postre que te
habías comprado para “disuadir” a cualquier distraído, a quien el hecho de ver
una copa de chocolate y nata en la nevera no le extrañase lo suficiente como
para contenerse. También aplicábamos la ley de la oferta y la demanda. Así cuando tocaba fregar cocinas “gloriosas” de esas de fin de
semana de tropecientos, el afortunado según la lista, podía ofrecer el
producto, y los que quisiesen el trabajo marcaban su precio. Digo capitalismo
saludable, porque la mano invisible del regulador, se había ocupado de
programar esos eventos para que solo tocasen a aquellos miembros que disponían
de ingresos. El motivo era que al trabajar, no podían colaborar los días de
diario. La consecuencia era un cierto reparto de la riqueza y contribuía a que
el sábado, los más jóvenes fuésemos a Moncloa con algo más de dinero en el
bolsillo.
Disponíamos incluso, de algo parecido a un
representante de los intereses de los trabajadores. Ese hermano que te organizaba
y decía: “mínimo 500 y la hacemos entre tres”. Por último, si te salía mal la cosa y a las ocho de la tarde anunciabas que tenías que entregar un iglú hecho con azucarillos a la mañana siguiente o te cateaban pretecnología, podías contar con la solidaridad de los mañosos, sabiendo eso sí, que te tocaría soportar bromas pesadas durante una temporada y pringar en la próxima urgencia.
Pero también teníamos muy claro
lo que era de todos. Y si tus vaqueros o la copa de chocolate eran sagrados, el
respeto y cuidado de lo común, lo era aún más.
Cuando alguno de los pequeños
quería resultar realmente peligroso podía llegar a decir aquello de: “¡mira que
le doy una patada a la nevera!”
Lo común eran cosas de
gran valor en todos los sentidos. Objetos caros que necesitábamos todos y cuya pérdida afectaría seriamente a nuestra calidad de vida (¡imaginad esas cocinas
si el lavavajillas cascaba!)
Y me acordaba de estas cosas
leyendo sobre la pobre conexión que tenemos entre lo privado y lo público. Lo
poco privado que sentimos lo público. Pensaba que si nos molesta tanto pagar impuestos,
si tenemos esa fama de escaqueadores, tal vez sea en parte porque no sentimos
que esos bienes, (ya sean colegios, carreteras o inversiones en investigación)
sean nuestros, exactamente igual que los que guardamos en nuestras casas. Los
hemos pagado con nuestro dinero, con nuestro esfuerzo, y tenemos el derecho a
utilizarlos y disfrutar de los beneficios que puedan generar.
Hasta ahí es muy sencilla la
asimilación. La analogía falla cuando esos bienes se fastidian o peligran. El daño
producido va mucho más allá de uno mismo, por eso la responsabilidad es mayor,
tanto la del individuo que lo utiliza como la del administrador que decide
sobre su futuro.
La diferencia fundamental entre
esa microsociedad y el mundo feroz es que en la primera, los reguladores eran
de toda confianza y las decisiones importantes se aceptaban con cierta
naturalidad cuando no se compartían, en base a esa confianza merecida. En los
números grandes, seleccionamos a los administradores, pero realmente decidimos
sobre muy poca cosa. Elegimos confiar en unos criterios más o menos vagos, en
unas líneas generales. Es como una ley sin reglamento que la desarrolle. Según
discurran los acontecimientos la ley puede parecernos perfectamente adecuada o
una auténtica barbaridad.
Unos tienen que ser merecedores
de esa confianza a priori, otros tenemos que informarnos y aportar opciones
cuando algo nos parece erróneo, pero ante todo debe prevalecer la seguridad de
que el objetivo perseguido es que el lavavajillas no se joda (*). Ésa es la única
tarea realmente irrenunciable del administrador. Lo que tenemos en casa, ya decide
cada cual cómo desea cuidarlo.
Hoy hablaba Tsevan Raban en
twitter sobre estadistas, personas que no siempre hacen lo que deseas, pero
merecen tu confianza, porque tienen criterio y principios. Y me pareció que
hablaba sencillamente de personas que actúan con la “diligencia de un buen
padre de familia”.
(*) Siento la vulgaridad, pero ningún sinónimo me parecía suficientemente expresivo.