miércoles, 28 de agosto de 2013

Recordatorio

Recordar que hoy, ha sido un día impresionante.
Recordar que lo que ha sucedido en parte ha sido porque lo decidí el día que me arriesgué.
Recordar que no puedo estar a la altura de lo que los demás esperan de mi porque nada les prometí salvo intentarlo y eso lo estoy cumpliendo.
Recordar que aunque nos cuesta movernos, al final somos imparables.
Recordar no molestar a las personas que me ayudan cuando están felices en sus casas cuidando a sus familias.
Recordar no cabrearme con los que solo destruyen con sus comentarios, respirar y escucharles por si algo útil hubiera en lo que dicen, pero no mucho tiempo. Puedo hacerme un buen propósito, pero soy vehemente y acabaré diciendo barbaridades que luego lamentaré porque siempre lo hago.
No olvidar nunca que mi familia y amigos es el mayor tesoro que me ha dado la vida.

domingo, 25 de agosto de 2013

Un hombre en el umbral

Espera hasta que entran en el ascensor. De pie en el umbral de la puerta, en tiempos, sujetándola, ahora posiblemente sujetándose a ella.
Antes bajaba hasta el coche o la parada del autobús.

Se mantiene allí viendo cómo se cierra la puerta del ascensor, porque no importa que la luz del portal se encienda sola con el movimiento, eso es un invento nuevo, durante muchos años se apagaba antes de que el ascensor llegase a la planta baja, y él sabe que da miedo salir a oscuras.

Y cada vez resulta más difícil irse viendo esa silueta. La imagen del lugar al que siempre puedes volver. La silueta de la persona que convirtió esa puerta en un refugio seguro.

Hay gestos que son enormes declaraciones de amor.

sábado, 24 de agosto de 2013

Lo vivido

Cuánta vida erramos, por nacer niños.

Un regalo

viernes, 23 de agosto de 2013

Crear una Petición

Crear una petición puede ser prueba de ingenuidad, el solo acto de PEDIR demuestra que guardas la esperanza de recibir algo de lo que pides.
Es, en el fondo, una forma de hacer pública tu fe en el sistema. Ignorar de manera deliberada las señales que recibes a diario, actuar como si el sistema fuera el que debería y no el que descubres que es.
Es obligarte a pensar, buscar alternativas, estudiar los problemas y comprobar que las cosas son siempre más complejas de lo que parecen y aun así, es posible cambiarlas.
Cuando inicias una petición vuelves a ser un poco adolescente. De pronto eres parte de un grupo, se exaltan los sentimientos y te sometes, sin quererlo, al tremendo juicio que suponen las esperanzas de muchos, y eso asusta.
Te admiras al descubrir cuánto tienes en común con aquellos con los que no creías tener nada que ver y aprendes lo equivocado que estás cuando pones etiquetas sin pestañear.
Iniciar una petición te hace estudiar, escuchar, y moderarte. Mantenerla en el tiempo te enseña qué era realmente importante y qué sobraba o era erróneo.
Pero sobre todo, iniciar una petición es francamente emocionante, por la simple posibilidad de lograr el objetivo.

domingo, 4 de agosto de 2013

El lavavajillas y otras cosas públicas.

Una vez un profesor me dijo que las características de mi (extensa) familia me habían permitido convivir, desde que nací, con situaciones a las que la mayoría de la gente se enfrenta cuando accede al mercado laboral. Fue su manera de no responderme a una pregunta.
Yo no lo entendí, es más, su no-respuesta me hizo sentir incómoda, eso de haber nacido en una "microsociedad", dicho por un sociólogo con un cierto brillo en los ojos, no me pareció algo deseable precisamente.
La familia de cada uno y sus circunstancias son la normalidad por excelencia, y no es hasta que convives con otros, que aprecias tus rarezas. O las suyas. Al final todos somos bastante raros.

Y el caso es que la cosa cuantitativa, tenía su “aquél”. Hoy he leído un post sobre recortes en I+D y científicos valiosos que desperdiciamos después de haber dedicado muchos recursos a formar, y me he acordado de la anécdota.
 Y creo que tenía cierta razón aquel sociólogo que nada sabía de mi, a excepción de algunos datos biográficos de rutina: propiedad privada y cosa pública.

En mi “microsociedad”, viéndola ahora desde la distancia, practicábamos varias formas de organización económica.
Dada la limitación de recursos y espacio, las propiedades privadas eran escasas pero sagradas. Era el capitalismo más saludable. Valía, por ejemplo, pintar una calavera en el postre que te habías comprado para “disuadir” a cualquier distraído, a quien el hecho de ver una copa de chocolate y nata en la nevera no le extrañase lo suficiente como para contenerse. También aplicábamos la ley de la oferta y la demanda. Así cuando tocaba fregar cocinas “gloriosas” de esas de fin de semana de tropecientos, el afortunado según la lista, podía ofrecer el producto, y los que quisiesen el trabajo marcaban su precio. Digo capitalismo saludable, porque la mano invisible del regulador, se había ocupado de programar esos eventos para que solo tocasen a aquellos miembros que disponían de ingresos. El motivo era que al trabajar, no podían colaborar los días de diario. La consecuencia era un cierto reparto de la riqueza y contribuía a que el sábado, los más jóvenes fuésemos a Moncloa con algo más de dinero en el bolsillo.
Disponíamos incluso, de algo parecido a un representante de los intereses de los trabajadores. Ese hermano que te organizaba y decía: “mínimo 500 y la hacemos entre tres”. Por último, si te salía mal la cosa y a las ocho de la tarde anunciabas que tenías que entregar un iglú hecho con azucarillos a la mañana siguiente o te cateaban pretecnología, podías contar con la solidaridad de los mañosos, sabiendo eso sí, que te tocaría soportar bromas pesadas durante una temporada y pringar en la próxima urgencia.

Pero también teníamos muy claro lo que era de todos. Y si tus vaqueros o la copa de chocolate eran sagrados, el respeto y cuidado de lo común, lo era aún más.
Cuando alguno de los pequeños quería resultar realmente peligroso podía llegar a decir aquello de: “¡mira que le doy una patada a la nevera!”
Lo común eran cosas de gran valor en todos los sentidos. Objetos caros que necesitábamos todos y cuya pérdida afectaría seriamente a nuestra calidad de vida (¡imaginad esas cocinas si el lavavajillas cascaba!)

Y me acordaba de estas cosas leyendo sobre la pobre conexión que tenemos entre lo privado y lo público. Lo poco privado que sentimos lo público. Pensaba que si nos molesta tanto pagar impuestos, si tenemos esa fama de escaqueadores, tal vez sea en parte porque no sentimos que esos bienes, (ya sean colegios, carreteras o inversiones en investigación) sean nuestros, exactamente igual que los que guardamos en nuestras casas. Los hemos pagado con nuestro dinero, con nuestro esfuerzo, y tenemos el derecho a utilizarlos y disfrutar de los beneficios que puedan generar.

Hasta ahí es muy sencilla la asimilación. La analogía falla cuando esos bienes se fastidian o peligran. El daño producido va mucho más allá de uno mismo, por eso la responsabilidad es mayor, tanto la del individuo que lo utiliza como la del administrador que decide sobre su futuro.
La diferencia fundamental entre esa microsociedad y el mundo feroz es que en la primera, los reguladores eran de toda confianza y las decisiones importantes se aceptaban con cierta naturalidad cuando no se compartían, en base a esa confianza merecida. En los números grandes, seleccionamos a los administradores, pero realmente decidimos sobre muy poca cosa. Elegimos confiar en unos criterios más o menos vagos, en unas líneas generales. Es como una ley sin reglamento que la desarrolle. Según discurran los acontecimientos la ley puede parecernos perfectamente adecuada o una auténtica barbaridad.
Unos tienen que ser merecedores de esa confianza a priori, otros tenemos que informarnos y aportar opciones cuando algo nos parece erróneo, pero ante todo debe prevalecer la seguridad de que el objetivo perseguido es que el lavavajillas no se joda (*). Ésa es la única tarea realmente irrenunciable del administrador. Lo que tenemos en casa, ya decide cada cual cómo desea cuidarlo.


Hoy hablaba Tsevan Raban en twitter sobre estadistas, personas que no siempre hacen lo que deseas, pero merecen tu confianza, porque tienen criterio y principios. Y me pareció que hablaba sencillamente de personas que actúan con la “diligencia de un buen padre de familia”.

(*) Siento la vulgaridad, pero ningún sinónimo me parecía suficientemente expresivo.

sábado, 3 de agosto de 2013

El exorcismo

Decir que odias las duchas para lavarse los pies de la playa, no parece un principio muy estimulante para un post, pero tal vez sea verdad lo que decía Cioran, y escribirlo evite que cualquier noche me pierda e inutilice una dotación pública.

Tiene que ver con las banderas azules y no es potable (faltaría más!), me dicen, pero no entiendo que la limpieza y accesibilidad de una playa dependa de que todo quisque se lave los pies antes de sacar las chanclas al asfalto.

Por las tardes bajo con un libro, una camiseta, las llaves y una silla, a leer a la playa. No concibo mejor remedio a los males de este mundo, pero es la hora en la que muchos la abandonan y comienza el uso intensivo de los dichosos aparatos.
Ayer me levanté 4 veces a cerrar los grifos. Son pulsadores de tiempo que se atascan y no recuperan la posición original, por lo que el agua sale a chorro hasta que alguien se toma la molestia de desbloquearlo.

Me repugna el barrizal que discurre pendiente abajo hasta la orilla, me disgusta la actitud de algunos padres que ven a sus hijos jugar con ese agua durante horas y sonríen, cuando a escasos metros disponen de todo el Mediterráneo para chapotear y disfrutar. Me cabrea que, viviendo en un país de sequía crónica, mostremos tan poco respeto por el agua.

Un día me gustaría hacer un experimento: si quieres agua, echa una moneda de 20cts. Es una cantidad insignificante, pero creo que sería suficiente para hacernos conscientes de que el servicio tiene un valor.

Miro esa fila de personas esperando (¡!) y me pregunto cuántas de ellas considerarían tan necesarias esas abluciones como para pagar 20 cts por cada una de ellas.