domingo, 4 de agosto de 2013

El lavavajillas y otras cosas públicas.

Una vez un profesor me dijo que las características de mi (extensa) familia me habían permitido convivir, desde que nací, con situaciones a las que la mayoría de la gente se enfrenta cuando accede al mercado laboral. Fue su manera de no responderme a una pregunta.
Yo no lo entendí, es más, su no-respuesta me hizo sentir incómoda, eso de haber nacido en una "microsociedad", dicho por un sociólogo con un cierto brillo en los ojos, no me pareció algo deseable precisamente.
La familia de cada uno y sus circunstancias son la normalidad por excelencia, y no es hasta que convives con otros, que aprecias tus rarezas. O las suyas. Al final todos somos bastante raros.

Y el caso es que la cosa cuantitativa, tenía su “aquél”. Hoy he leído un post sobre recortes en I+D y científicos valiosos que desperdiciamos después de haber dedicado muchos recursos a formar, y me he acordado de la anécdota.
 Y creo que tenía cierta razón aquel sociólogo que nada sabía de mi, a excepción de algunos datos biográficos de rutina: propiedad privada y cosa pública.

En mi “microsociedad”, viéndola ahora desde la distancia, practicábamos varias formas de organización económica.
Dada la limitación de recursos y espacio, las propiedades privadas eran escasas pero sagradas. Era el capitalismo más saludable. Valía, por ejemplo, pintar una calavera en el postre que te habías comprado para “disuadir” a cualquier distraído, a quien el hecho de ver una copa de chocolate y nata en la nevera no le extrañase lo suficiente como para contenerse. También aplicábamos la ley de la oferta y la demanda. Así cuando tocaba fregar cocinas “gloriosas” de esas de fin de semana de tropecientos, el afortunado según la lista, podía ofrecer el producto, y los que quisiesen el trabajo marcaban su precio. Digo capitalismo saludable, porque la mano invisible del regulador, se había ocupado de programar esos eventos para que solo tocasen a aquellos miembros que disponían de ingresos. El motivo era que al trabajar, no podían colaborar los días de diario. La consecuencia era un cierto reparto de la riqueza y contribuía a que el sábado, los más jóvenes fuésemos a Moncloa con algo más de dinero en el bolsillo.
Disponíamos incluso, de algo parecido a un representante de los intereses de los trabajadores. Ese hermano que te organizaba y decía: “mínimo 500 y la hacemos entre tres”. Por último, si te salía mal la cosa y a las ocho de la tarde anunciabas que tenías que entregar un iglú hecho con azucarillos a la mañana siguiente o te cateaban pretecnología, podías contar con la solidaridad de los mañosos, sabiendo eso sí, que te tocaría soportar bromas pesadas durante una temporada y pringar en la próxima urgencia.

Pero también teníamos muy claro lo que era de todos. Y si tus vaqueros o la copa de chocolate eran sagrados, el respeto y cuidado de lo común, lo era aún más.
Cuando alguno de los pequeños quería resultar realmente peligroso podía llegar a decir aquello de: “¡mira que le doy una patada a la nevera!”
Lo común eran cosas de gran valor en todos los sentidos. Objetos caros que necesitábamos todos y cuya pérdida afectaría seriamente a nuestra calidad de vida (¡imaginad esas cocinas si el lavavajillas cascaba!)

Y me acordaba de estas cosas leyendo sobre la pobre conexión que tenemos entre lo privado y lo público. Lo poco privado que sentimos lo público. Pensaba que si nos molesta tanto pagar impuestos, si tenemos esa fama de escaqueadores, tal vez sea en parte porque no sentimos que esos bienes, (ya sean colegios, carreteras o inversiones en investigación) sean nuestros, exactamente igual que los que guardamos en nuestras casas. Los hemos pagado con nuestro dinero, con nuestro esfuerzo, y tenemos el derecho a utilizarlos y disfrutar de los beneficios que puedan generar.

Hasta ahí es muy sencilla la asimilación. La analogía falla cuando esos bienes se fastidian o peligran. El daño producido va mucho más allá de uno mismo, por eso la responsabilidad es mayor, tanto la del individuo que lo utiliza como la del administrador que decide sobre su futuro.
La diferencia fundamental entre esa microsociedad y el mundo feroz es que en la primera, los reguladores eran de toda confianza y las decisiones importantes se aceptaban con cierta naturalidad cuando no se compartían, en base a esa confianza merecida. En los números grandes, seleccionamos a los administradores, pero realmente decidimos sobre muy poca cosa. Elegimos confiar en unos criterios más o menos vagos, en unas líneas generales. Es como una ley sin reglamento que la desarrolle. Según discurran los acontecimientos la ley puede parecernos perfectamente adecuada o una auténtica barbaridad.
Unos tienen que ser merecedores de esa confianza a priori, otros tenemos que informarnos y aportar opciones cuando algo nos parece erróneo, pero ante todo debe prevalecer la seguridad de que el objetivo perseguido es que el lavavajillas no se joda (*). Ésa es la única tarea realmente irrenunciable del administrador. Lo que tenemos en casa, ya decide cada cual cómo desea cuidarlo.


Hoy hablaba Tsevan Raban en twitter sobre estadistas, personas que no siempre hacen lo que deseas, pero merecen tu confianza, porque tienen criterio y principios. Y me pareció que hablaba sencillamente de personas que actúan con la “diligencia de un buen padre de familia”.

(*) Siento la vulgaridad, pero ningún sinónimo me parecía suficientemente expresivo.

1 comentario:

  1. Me ha gustado mucho el artículo. Lástima que la "mano invisible del regulador" de la que hablas no sea la misma que tenemos en la sociedad actual. Además de que muchas veces peca por ser demasiado visible, el problema es que vela más por sus propios intereses que por los de la comunidad en su conjunto.

    Felicidades por el artículo.

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