Enseñar código a nuestros niños. La imperiosa necesidad de que el día de mañana sean ciudadanos libres, que controlen la información que dan y reciben, que puedan tomar decisiones sabiendo quién y por qué, les suministra los datos. Ser parte del proceso y contribuir a él, en lugar de meros consumidores.
Pero no algunos niños concretos, no: todos los niños, especialmente aquellos en puestos de salida más desfavorable. Intentar evitar la brecha que asoma por el horizonte, que a la velocidad exponencial en que avanzan las herramientas que utilizarán, hará surgir una sociedad de nuevos esclavos, aquellos que no pueden tomar decisiones libres por carecer de acceso al cómo se genera la información, ni contribuir al crecimiento, por desconocer el uso y alcance de las herramientas que les serán imprescindibles. Pensaba en Big Data, en el Internet de las Cosas...
Escribí un mail un tanto histérico, ahora me doy cuenta [ en mi defensa diré que a las palabras de Ramón y Cajal: "Las ideas duran poco, hay que hacer algo con ellas" yo añadiría "poco y cada vez menos, don Santiago ] a Paul, al que había conocido en una charla en los cursos de innovación que propicia la fundación Bankinter en la Universidad de Deusto, en San Sebastián.
Su respuesta me llegó en forma de invitación al "winter camp 2015". Tres días en las que se abre un abanico de posibilidades a aquellos profesores que han sentido la necesidad de cambiar la forma de hacer su trabajo, de llevar a cabo su misión, pero que carecen de herramientas para hacerlo. Una reunión de corazones inquietos y mentes curiosas que buscaban aprender a aprender para poder mostrárselo a sus alumnos.
Acepté instantáneamente. Reorganicé mi trabajo y logré regalarme tres días allí.
El resultado ha sido infinitamente superior al imaginado. No es lo que he aprendido, o no solo, es lo que he visto que puedo aprender, lo importante que es hacerlo y lo fascinante del proceso.
No os voy a contar en detalle, ni siquiera cronológicamente, lo que allí viví, porque sería mucho, porque los procesos no se cuentan, se viven, pero creo que escribiré dos post - éste es el primero - no para vosotros, los que leéis, sino para mi, para tener donde acudir cuando me olvide.
Yo era un perro azul marino, allí entre tanto maestro. Ellos sabían para qué querían adquirir esas nuevas destrezas, yo solo intuía que necesitaba adquirirlas y confiaba ciegamente en el criterio de Paul.
Y para empezar, vimos este video (ya está disponible la versión 2014, pero da todavía más miedo y vértigo, así que es suficiente con ésta)
¿Qué es INNOVAR?
Crear ideas originales que generan valor de manera sostenible - aquí escucho la voz de mi hermano -, es imaginar sobre las ideas de otros, es crear capital intelectual y es bueno, porque producir ideas que generan valor ayuda a reducir las diferencias entre unos y otros: contribuye al progreso de todos.
Innovar no es producir "inventos". No se produce innovación hasta que las ideas no generan valor. Moverse tampoco es innovar, actitudes que podrían asemejarse a emplear energía para dejar limpia mi casa vs el compromiso de mantenerla limpia.
Es estimulante sentirse, de nuevo, alumno. Es tranquilizador saber que no depende de ningún talento natural, que no es obra de magia, ni territorio exclusivo de algunos privilegiados por la naturaleza que nacieron con un gen ligeramente modificado. Es una posibilidad al alcance de cualquier ser humano. Está en nuestra naturaleza como tales. La creatividad, la capacidad de generar ideas que produzcan valor para nuestro mundo, se entrena.
[ Está en los libros, está estudiado. Tranquilo ]
Pero también es cierto que no podemos esperar a que nuestros hijos lleguen a la vida adulta para convertirse en innovadores, en creadores o investigadores. Hay que empezar a ayudarles a desarrollar esa habilidad desde la escuela, desde casa, desde cada ocasión de aprendizaje. El cómo hacerlo es el quid de la cuestión y para que fuéramos tomado ideas, experimentamos en carne propia algunas de las miles de herramientas posibles.
Pudimos comprobar que un paseo turístico no es lo mismo cuando quien te acompaña, lo ha transformado, cuando ha convertido la visita al edificio de la Diputación Foral de Guipúzcoa en una historia de piratas y el Palacio de Miramar en la alucinante vida de la monja-alférez. O te muestra el valor de una humilde pescatera, que gracias a su trabajo cotidiano limpiando y vendiendo sardinas en la calle, ayudó a crear una de las cocinas más creativas y prestigiosas del mundo.
Pudimos escuchar a Daniel Villanueva en una charla sobre la importancia de trabajar en red. Sobre la potentísima herramienta que es tener un número tan enorme de personas conectadas, sobre la diferencia cualitativa que la cantidad impone.
Y de ella destacaré dos asuntos que hicieron que se me abriera la boca de par en par, dos innovaciones que no hubieran sido posibles sin tantas personas dispuestas a aportar su granito insignificante de arena y a imaginar sobre las ideas de otros: el "ReCAPTCHA" y la creación del "Servicio al Refugiado Jesuita".
El CAPTCHA es ése código molesto que hemos de rellenar cada vez que realizamos una operación en internet o escribimos un comentario en algún blog, etc. Sirve para demostrar que somos humanos y no robots que anden a la caza de contraseñas para, por ejemplo, enviar spam. Rellenar los captcha, lleva millones de horas, cada día, a nivel mundial. Un tiempo perdido, pero imprescindible.
Pues a alguien se le ocurrió que esa necesidad de probar nuestra humanidad, esa habilidad que nos es única, podía redundar en nuestro beneficio un poquito más allá. Voilá! el ReCAPTCHA. Ya no solo escribimos unos números y letras aleatorios que aparecen en una imagen, ahora además, escribimos una palabra que aparece borrosa, distorsionada o tachada. Y lo hacemos con un nivel de acierto altísimo. Esas palabras proceden de textos que los algoritmos no han sido capaces de digitalizar. Así, cada vez que nos definimos humanos, contribuimos a la mejora y digitalización de textos que de otra manera no hubiera sido posible.
Alucinante.
No lo es menos la iniciativa del padre Arrupe, cuando a finales de los años 70 asistió espantado a la tragedia de los "Vietnamese boat people" - nuestro Lampedusa y los refugiados sirios - y siendo general de los Jesuitas, envió un fax a todos los superiores de la Compañía, instándoles a movilizar a la sociedad civil, eclesial, y gobiernos, para extender el derecho de asilo y proveer ayuda financiera.
Este fax
movilizó una red de personas por todo el mundo, y desde cada rincón del planeta respondieron, con sus ideas, sus particularidades, soñando sobre las ideas de otros, para crear el Servicio de Atención al Refugiado férreo defensor de los Derechos Humanos, allí donde sea preciso.
Cosas como éstas me mostraron, pero quizás lo más interesante fue que en ese ambiente, se propicia el roce entre personas inquietas, dispuestas y curiosas.
Estuve en talleres y me sorprendí de mis reacciones - no siempre para bien - y de las de mis compañeros. Creo que todos quedamos sorprendidos y preocupados, pero lo que más me impresionó, lo que siempre conservaré, no porque lo recuerde, sino porque me transformó y por lo tanto ya forma parte de mi misma, fue una conversación en el hall que duró 1 hora.
Entendí por qué los humanos buscamos la felicidad como fin último de nuestra existencia. Intuí lo profundo que ese camino podía ser, y hasta qué punto dependíamos unos de otros para lograrlo.
Lo demás, os lo contaré otro día.
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