Dice este estudio de Anxo Sánchez que en asuntos de cooperación, los adolescentes son impredecibles y los mayores - yo prefiero el término "viejos" - resultan ser buena gente.
Y de viejos va esta historia, en concreto de dos mujeres, o puede que tres, según se dé el relato.
La primera era diminuta, pequeñita y flaca con el moño apretado, zapatillas de felpa, bata oscura y cientos de miles de años. La cuidaba su hija, que ya había superado hacía mucho la edad de jubilarse. Tenía una sombra bajo los ojos, el cabello corto, las canas sin teñir desde hacía demasiado tiempo y una nota de ansiedad en la voz.
Abrió la puerta e invitó a la joven a pasar. Angustiada, le dio las gracias y se disculpó a un tiempo. No tardaría mucho, solo tenía que acercarse al mercado, y la abuela estaba tranquila...
Pasó la tarde. Sentadas en el pequeño cuarto del fondo, la anciana, en completo silencio, miraba el cuadro de la pared, mientras la joven se desesperaba por hacer algo útil. Cada rato se levantaba ligera como un pajarillo, y arrastrando los pies por el pasillo, llegaba a la cocina, bebía un sorbo de agua del vaso colocado en la esquina de la encimera y lo depositaba en dos tiempos: primero suave, al borde mismo, luego, un empujoncito de los dedos, lo salvaba milagrosamente de caer al suelo. Se giraba y con pasos cortos y silenciosos, volvía al sofá.
Oscureció y la anciana empezó a revolverse mirando a la ventana. La joven creyó que se asustaba al no ver a su hija y comenzó una retahíla de inútiles explicaciones que no obtenían respuesta alguna. Finalmente se le ocurrió preguntar: "¿quiere usted que eche las cortinas?" Y ocurrió el milagro: "Solo para que no estemos así, con tanto descaro".
Siguieron más tardes de viernes y la joven volvió a la casa. Llevaba libros y más humildad. Al acercarse al portal, miraba hacia arriba y veía a la hija tras los visillos, oteando la calle, con el bolso colgado. Le abría la puerta y salía, guapa y sonriente, a caminar con las amigas "que se lo había mandado el de cabecera".
Ellas se sentaban en el sofá del cuarto, la joven sacaba su novela y comenzaba a leer en voz alta. Cada rato la anciana giraba la cabeza,entonces, se detenía la lectura. Un sorbo de agua del vaso de la cocina, el de la esquina. Y cuando oscurecía, se echaban las cortinas, para no estar así, con tanto descaro.
La segunda era alta, una mujer que había sido muy guapa y aún retenía una belleza serena. Su marido no lo era: ni por dentro ni por fuera.
No supo que era diabética hasta que prácticamente perdió la vista. "Las mujeres ciegas han de ser dóciles", le decía él.
Pero una vez por semana, dejaba de serlo. Salían juntas de paseo caminando torpes: la vieja porque no sabía ser ciega y la joven porque no sabía guiarla. Sus ojos no tenían arreglo, pero su tristeza diaria sí. Así entre coca-cola light y coplas, se pasaba la tarde.
Y llegó el día en que quedó sola y la trasladaron a una residencia. A vivir, literalmente.
Ella seguía visitándola, al principio porque temía que estuviera asustada, luego, porque deseaba contemplar la maravilla. Esa maravilla que los viejos regalan, como regalan su sufrimiento, enseñándote todas las dimensiones de la vida.
Pongamos que él se llamaba Antonio y ella Lola. Pongamos que pasó como en la copla, y ese nombre, en sus labios, supo a amapola.
Sonrojada como una adolescente, se dejó guiar por el ciego experto y volvió a bailar, abrazando y siendo abrazada.
Fueron muy pocos años. Como era de esperar, ya no quisieron separarse mucho tiempo y cuando uno murió, la otra le siguió. Pero fueron años estupendos. A veces una tiene la fortuna de contemplar la justicia en la Tierra.
Efectivamente los jóvenes son impredecibles y los viejos, buena gente. Y es una magnífica combinación.
PD: Este artículo forma parte del concurso de posts solidarios de los II Premios al Voluntariado Universitario www.premiosvoluntariado.com
http://www.premiosvoluntariado.com/concurso-de-posts-solidarios-inspira-a-los-jovenes-a-mejorar-el-mundo/
¡Enhorabuena!
ResponderEliminarMuchas gracias Miriam, enhorabuena a ti también :)
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